Era una noche cualquiera. Estábamos cenando, cuando mi hijo, que en ese momento estaba en sexto año de secundaria, dijo algo que me llamó la atención:
—»Un grupo de la clase va a ir a la fiesta de la primavera» —comentó, casi sin mirar.
Le pregunté:
—»¿Y vos vas a ir?»
Su respuesta fue seca:
—»No me invitaron.»
Intenté suavizar:
—»Pero si es para la clase, debe ser abierto, ¿no?»
Él levantó la mirada con una mezcla de orgullo y tristeza:
—»Vos sabés que si no me invitan, no me gusta meterme. Igual… no quiero ir.»
Me quedé callada unos segundos. Pero algo no cerraba. Le pregunté:
—»Pará… ¿si te invitan, irías?»
—»Sí, claro. Pero yo no les voy a decir que quiero ir. Igual… no me interesa.»
Y ahí lo vi: no era un problema social. Era emocional. Estaba atrapado entre lo que deseaba y lo que no se animaba a expresar.
Le dije algo que fue clave:
—»Para conseguir lo que querés, tenés que alinear lo que sentís, pensás y decís. Si estás desordenado por dentro, el mundo afuera te responde con caos.»
No le di una solución mágica. Solo le hice tres preguntas claves. Las mismas que uso con otras madres para ayudar a sus hijos a ordenar y organizar su mundo interno.
Y en menos de una semana, algo cambió. Una noche llegó y me dijo con otra energía:
—»Mamá, este finde voy a salir a comer con los chicos. Me invitaron.»
Desde entonces, lo empezaron a incluir en salidas, comidas, trabajos en grupo. De sentirse excluido… pasó a ser parte.
No fue suerte. No fue magia.
Fue coherencia mental y emocional.
Y eso, cualquier madre o padre puede enseñárselo a su hijo. Solo necesitan saber cómo.
Descubre las tres preguntas claves que llevaron a mi hijo de sentirse excluido a tener sus propios grupo de amigos y nunca más sentirse solo.
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Un abrazo
Silvia



